Gran parte de América Latina comparte muchos puntos en común, que no solo se refieren al idioma que hablamos –y otros hitos culturales– sino también gastronómicamente. Así tenemos que, gracias a que compartimos materias primas, ingredientes y herencias mixtas, hay platos o preparaciones que pueden ser vistas en más de un país a la vez y que se convierten, en medio de una tormenta perfecta, en reclamos de orgullo patriótico.
Por este motivo, los venezolanos y colombianos nos peleamos la arepa (venezolana, claro está, después de todo le dimos el nombre gracias a una de nuestras tribus indígenas), los peruanos y chilenos se pelean el pisco (que la Unesco determinó que se originó en Perú, en el siglo XVI), los peruanos y ecuatorianos comparten el ceviche, los argentinos y uruguayos se disputan el mate, muchos de nuestros países tienen una variación de arroz y frijoles (como el gallo pinto costarricense, el congrí cubano, el tacu-tacu peruano, la feijoada brasileña, la bandeja paisa, el pabellón venezolano y el pispiote mexicano) y también compartimos postres, como el quesillo venezolano, que también es el flan en otros países, o el dulce de leche, que también es el arequipe.
Estas similitudes, que –honestamente– preferiría celebrar en vez de discutir sobre ellas, también se extienden a fechas específicas, por lo que los latinoamericanos tenemos ciertas preparaciones o platos comunes al celebrar la Semana Santa o, sumándonos a la fecha que se nos viene el próximo martes, en Navidad. Por esto, el cerdo suele ser habitual en las mesas navideñas regionales así como variaciones de una ensalada con papas, zanahorias y guisantes y también (prepárense, lectores venezolanos) las distintas versiones de un pastel de hoja o tamal que, llamada hallaca, es la preparación central en las mesas venezolanas. Nuestra reina y estrella de la Nochebuena.
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Y que, como defendemos la arepa, insistimos en que no es, repito: no es, un tamal. Pero, aunque porfiamos en que, a pesar de las similitudes, no lo es, lo cierto es que la hallaca es una versión del tamal, que a su vez también es una versión de los pasteles de hoja, que son una versión del guanime, que es una versión del nacatamal, que es una versión de la humita. Todas estas delicias preparadas con masa de maíz, envueltas en hojas de maíz o de plátano son originarias de Mesoamérica y el Caribe y algunas son ubicuas en las mesas navideñas de nuestro subcontinente. Aunque donde hay un árbol de plátano y legumbres o cereales para amasar, hay una variación, por esto existen los zongzi chinos y los djoms de Guinea Ecuatorial.
Lo que nos dice una receta
Estos platos similares, que a la vez se distinguen con las particularidades de cada país, constituyen el patrimonio cultural de las naciones y narran, como todas las cocinas locales, la historia de sus sociedades, las migraciones que han recibido, los cambios sociales que han vivido, el crecimiento o contracción de sus economías, la internacionalización de los ingredientes y las tradiciones a las que se aferran. La gastronomía, como otras manifestaciones culturales, está viva, evoluciona y cruza ingredientes e historia y la mesa navideña es una de los mejores ejemplos de esas intersecciones.
Por ejemplo, la hallaca tiene, según historiadores venezolanos y Armando Scannone, ingeniero, gastrónomo y presidente fundador de la Academia Venezolana de Gastronomía, un origen mixto (como nuestro país): Es una preparación indígena, española y africana de origen colonial nacida de la mezcla de las sobras de comida mantuana (española) que los sirvientes indígenas y esclavos africanos recogían de las cocinas de sus amos, para luego amasarlas con maíz pilado (indígena) que envolvían en hojas de plátano (asiáticas), rellenas de las muy mediterráneas pasas, aceitunas y alcaparras, carne del ganado castellano y aliñadas con especias y técnicas africanas. A eso le sumamos su nombre, probablemente derivada del verbo ayúa que, en guaraní, significa revolver o mezclar, y que tomamos la idea del tamal mesoamericano que, al llegar al país, se transformó con ingredientes locales y dio origen a nuestro propio bollo relleno de maíz.
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La hallaca, como el tamal y sus demás versiones, es una de las conexiones más directas del venezolano con su cultura y las milenarias técnicas que le dieron forma. Este plato cuenta, como otros platos regionales que servimos en la mesa navideña, una historia, mientras describe el entorno, rituales y tradiciones fundamentalmente colectivos de la gastronomía local, que si alejamos la mirada y nos colocamos en el zénit, también es un reflejo de la gastronomía latinoamericana.
La gastronomía es un elemento tan importante en la identificación cultural y patrimonial que la Unesco reconoce varias tradiciones culinarias (27, hasta ahora) como parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, entre estos (¡cómo no!) la comida mexicana, donde resaltan los chiles y la técnica agrícola de la nixtamalización; la dieta mediterránea, con productos locales cosechados con técnicas regionales, y el washoku (año nuevo) japonés, que resume las prácticas metódicas de producción, conservación y consumo de alimentos niponas. Además de estas están también el borsht ucraniano, la sopa joumou haitiana y el ceebu jën senegalés.
Que en 2024 la gente se siente a lo largo de diciembre ante una mesa a celebrar la Navidad, el Jánuca, el Kwanzaa o el Omisoka no es posible sólo gracias a las tradiciones religiosas sino, y sobre todo, gracias a la comida que los caracteriza que, a su vez, sólo existe gracias a la historia (aka, el patrimonio cultural) que las precede y que incluye ingredientes locales (ligados al territorio y el clima) y técnicas de siembra, cosecha o preparación (nacidas de la adaptación al ambiente) que se transmiten de generación en generación y que los pueblos reconocen como propias y como parte de su herencia e identidad cultural.
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Una receta típica es, básicamente, un compendio de técnicas agroalimentarias, preparación, rituales, organización comunitaria, conocimientos ancestrales, economía local, recursos geográficos; prácticas agrícolas, ganaderas, pesqueras de conservación, cocinado y consumo, y adaptación al entorno que ponemos en la mesa como lo hicieron los que estuvieron antes de nosotros… Y que ha permitido reconocimientos como las denominaciones de origen y otros signos distintivos.
La gastronomía, como todos los otros “miembros” del patrimonio cultural, puede ser aprovechada para el beneficio económico de las comunidades locales o las naciones; de hecho, tiene amplio valor turístico como lo ha demostrado desde 2000 el Foro Mundial de Turismo Gastronómico. Francia, España e Italia han sabido aprovechar el turismo gastronómico desde hace décadas, así como Perú (especialmente en Lima y Cusco y galardonado varias veces como destino gastronómico por los Premios Mundiales de Viajes), en América Latina, y Canadá, mediante la Asociación de Turismo Indígena de Canadá (ITAC) y su programa gubernamental Destination Indigenous, con 27 restaurantes y bodegas, 14 establecimientos de catering y cervecerías a lo largo de una ruta por la naturaleza, intercambio cultural, experiencias culinarias y compra de artesanías, en Norteamérica.
El turismo gastronómico tiene una fortaleza en lo rústico, lo rural, que le “dice” al visitante que lo que ve, huele, come y compra es auténtico, sobre todo porque la gastronomía deriva directamente del sector primario, que a su vez bebe de técnicas agropecuarias y pesqueras milenarias que aún, a pesar del uso de maquinarias modernas, se mantienen.
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Como dice, Francesc Fusté-Forné, autor de Los paisajes de la cultura: la gastronomía y el patrimonio culinario:
…el hecho de que se pueda disfrutar de estas actividades demuestra el interés de los turistas y visitantes en relación al origen primario de lo que comemos, a la vez que se establece una relación directa entre los anfitriones e invitados que eleva el producto gastronómico a producto turístico. (...) El hecho de presenciar tradiciones centenarias –por ejemplo, la elaboración de quesos en entornos naturales y de montaña– e incluso tomar parte de ellas activamente, suponen un valor añadido.
La comida tradicional, como valor económico y atractivo turístico, logró una ganancia de 11.500 millones de dólares en 2023 y se prevé que crezca (según Grand View Research –GVR–) 19,9 % cada año entre 2024 y 2030.
El principal impulsor del crecimiento del mercado es el aumento del deseo de explorar platos locales como una forma de conectar con los lugareños y obtener más información sobre el destino, la historia y la cultura… (que) expone a los turistas a diversas formas de vida, que son esenciales para comprender en términos de conciencia sociopolítica, se lee en un informe de GVR.
Tomando en cuenta que, de acuerdo con Jersey Island Holidays, 95 % de los viajeros globales pueden clasificarse como viajeros gastronómicos, al menos 80 % de los turistas investiga sobre la gastronomía local antes de partir, 70 % de las personas eligen un destino según lo que podrán consumir en este, 77 % de los millennials viaja para tener experiencias culinarias y 63 % de ellos busca comer en locales que muestran responsabilidad social, la valoración o patrimonialización de la comida local, o “étnica”, como a muchos les gusta llamarla, es fundamental.
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La ruta
Si bien cada país tiene diversos planes de protección, difusión y explotación de su patrimonio cultural / gastronómico, bien sea para enriquecer la herencia propia o las arcas públicas y privadas, lo cierto es que las normativas internacionales ofrecen ciertas opciones para lograr este objetivo.
Esto nos recuerda la Dirección de Signos Distintivos del Indecopi (Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual) de Perú, que precisa que –desde el campo de la propiedad industrial– el uso de herramientas de competencia de marcas colectivas como las denominaciones de origen (DO), las indicaciones geográficas (IG) o las especialidades tradicionales garantizadas (ETG), entre otras, “posibilita a los emprendedores y empresarios diferenciar su oferta gastronómica, transmitir información relevante al consumidor y generar valor agregado en la comercialización de sus productos”. Además, las marcas colectivas protegen al patrimonio gastronómico y permiten su preservación y transmisión a las siguientes generaciones.
Conocer el patrimonio gastronómico de una zona o país y enriquecerlo y protegerlo mediante elementos de la propiedad industrial, reivindica el origen geográfico, el uso de técnicas ancestrales, la historia y la tradición, posibilitando reforzar la interacción natural que existe entre gastronomía y turismo, apunta el Indecopi.
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Un ejemplo claro del uso efectivo de la propiedad industrial en Perú, para lograr esto, es la creación de un circuito turístico como La Ruta del Pisco, bebida que aún está en el centro de una muy acalorada discusión entre la nación Inca y Chile, cuyo presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara de Diputados, Vlado Mirosevic, convocó a una sesión para analizar la posible decisión de la Unesco a favor de Perú para seguir, “de manera muy estrecha lo que está sucediendo respecto de la Unesco” y que llevó al Ministro de Agricultura de Chile a llamar “porfiados” a los peruanos, respuestas que predicen que el litigio sobre el origen del pisco está lejos de terminar.
Ante esto, y otras discusiones gastronómicas igual de acaloradas como la de la arepa, sobre la que el presidente venezolano Nicolás Maduro anunció que el país entregaría en noviembre un expediente a la Unesco, para postular a la arepa venezolana como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, cabe preguntarse “¿cómo se resuelve una discusión sobre patrimonio gastronómico?” y “¿qué se toma en cuenta para declarar o determinar que una receta, plato o alimento es realmente originario de un lugar determinado?”
La Dirección de Signos Distintivos del Indecopi da ciertas pautas: deben analizarse figuras legales tales como las IG, las DO y las ETG:
En tal sentido, cuando se trata de temas referidos a denominaciones de origen como es el caso del Pisco, se incorporan a la evaluación elementos relativos a la acreditación del vínculo del producto con un origen geográfico concreto y un saber hacer de la comunidad asentada en la zona productora delimitada.
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De la misma manera, al menos en Perú, respecto a las recetas, platos o alimentos, la regulación local de ETG contempla la posibilidad de preservar mediante su registro aquellas preparaciones para consumo humano que tengan carácter tradicional, en tanto llevan cuanto menos veinte años en el mercado, con la meta de agregar valor a su comercialización.
La respuesta también la da la Unesco: se inscriben documentos que demuestren el origen de un producto, entre otras pruebas documentales según lo establece la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco.
Entretanto se dirimen todas las disputas que aún conservamos en América Latina respecto a nuestros platos y que, como dije al principio, se erigen como faros de orgullo patriótico, es muy pertinente recordar que, si bien puede que para gran parte de estas disputas puede que haya (como en el caso del pisco) documentos probatorios que entregarle a la Unesco, lo cierto es que, como le dijo el historiador puertorriqueño Cruz Ortiz Cuadra a la BBC:
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Los platos se repiten porque los ingredientes son los mismos. Lo que cambia es la forma de confeccionarlos y los nombres de acuerdo a las culturas indígenas, su lenguaje y a quienes poblaron posteriormente de la conquista.
Y quizás ahí es donde radica la fuerza de nuestra gastronomía, en esa diferencia tan semejante, que nos une y nos separa al mismo tiempo, aunque la mesa navideña (y la de otras fechas) insista en recordarnos nuestra herencia común.
Como colofón: Ya que los venezolanos no podemos reclamar la hallaca de nuestra tradición navideña como algo completamente original y, por ahora y a pesar de nuestras certezas, no podemos reclamar la arepa como algo originalmente venezolano, que sí quede clara una cosa: Uno de los villancicos más tradicionales de América Latina sí es nuestro, independientemente del idioma en que lo canten.
¡Felices fiestas!
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