Latinoamérica: continúa la lucha en la percepción de la corrupción en el sector público

Fachada de la sede de Justicia Federal en Curitiba, Brasil / Bigstock
Fachada de la sede de Justicia Federal en Curitiba, Brasil / Bigstock
A pesar de haber condenado a muchos individuos en el contexto de la operación Lava Jato, Brasil obtuvo su peor puntuación en años
Fecha de publicación: 20/02/2019

Es compresible que el exmagistrado brasileño Sérgio Moro suene frustrado al hablar del mediocre puesto de Brasil en el "Índice de Percepción de la Corrupción 2018", de Transparencia Internacional (CPI por sus siglas en inglés).

 

Habiendo supervisado el caso anticorrupción más grande de la historia de Brasil —la operación Lava Jato— y a pesar de haber acumulado un récord de cientos de condenas a individuos acusados de corrupción en el sector público, Moro tuvo que vérselas con el hecho de que Brasil, en efecto, obtuviera en 2018 su peor puntuación en años.

 

Publicado desde 1995, el CPI evalúa 180 países y territorios de acuerdo a sus niveles percibidos de corrupción en el sector público, con base en opiniones de expertos y empresarios, usando una escala del 0 al 100, donde 0 significa “altamente corrupto” y 100 significa “muy limpio”.

 

En 2018, Brasil obtuvo una puntuación de 35 sobre 100. Cayó así nueve puestos y quedó como el 105° país más corrupto entre los 180 países analizados, por debajo de Armenia y por encima de Costa de Marfil.

 

Ante la pregunta sobre la caída de Brasil en el CPI, Sérgio Moro —recientemente designado ministro de Justicia y Seguridad Pública de su país— dijo que la percepción de la población brasileña sobre corrupción podría mejorar si el Congreso aprobara sus propuestas en legislación anticorrupción, anunciadas a principios de febrero de 2019.

 

“El gobierno federal debe liderar el proceso de cambio en contra de la corrupción y por una mayor integridad de la vida pública” dijo, añadiendo que su propuesta “además de tener un impacto real en la vida de la gente, también cambiará la percepción del mundo sobre la corrupción en Brasil”.

 

Otros países en Latinoamérica también cayeron en el CPI, a pesar de la tendencia que recorre la región.

 

Transparencia Internacional atribuye la caída de algunos países latinoamericanos a los “desafíos de los sistemas democráticos y derechos políticos en deterioro en América del Norte, Sur y Central, debido a líderes populistas y autoritarios,” citando el ascenso al poder de los presidentes Donald Trump (EE.UU.), Jair Bolsonaro (Brasil), Jimmy Morales (Guatemala) y Nicolás Maduro (Venezuela). Otros analistas han indicado que, ya que los recientes escándalos han expuesto la magnitud de la corrupción en el sector público en la región, no es de sorprenderse que la clasificación de la percepción de la corrupción se haya visto negativamente afectada.

 

Solo hay que ver el cuadro del CPI para Latinoamérica para entender las dificultades de la región en términos de corrupción. Las propuestas legislativas y las grandes operaciones —como Lava Jato— son importantes, pero mientras estos países no ataquen su problema cultural con la corrupción, todo progreso será pasajero.

 

Esto no quiere decir, sin embargo, que ciertas culturas sean más propensas que otras a la corrupción. El CPI muestra que la corrupción es un azote global, pero los países latinoamericanos necesitan invertir recursos en la dificilísima tarea de cambiar la percepción de sus ciudadanos sobre la aceptabilidad de la corrupción en sus respectivas sociedades.

 

De hecho, en portugués brasileño hay una expresión emblemática e infame que define la relación subyacente entre la cultura y la corrupción: jeitinho brasileiro, que se traduce más o menos como “la manera brasileña”. 

 

Cuando se enfrentan a obstáculos legales para lo que quieren lograr, los brasileños frecuentemente preguntan si hay un “jeitinho” o una solución alterna, para poder lograr lo que la ley prohíbe expresamente. Otro ejemplo es el del brasileño que protesta fervientemente contra la corrupción pero no paga sus impuestos.

 

El exministro Sérgio Etchegoyen, acertadamente, indicó que los señores Moro y Bolsonaro no erradicarán la corrupción endémica en la sociedad brasileña hasta que sus ciudadanos eviten “las concesiones legales y orales” en su vida cotidiana.

 

En los resultados de un estudio realizado en 2014 sobre corrupción y cultura, la Asociación Brasileña de Psicología resumió el dilema de la siguiente manera:

 

"La acción anticorrupción en nuestra cultura debe pasar por la alteración de la permisividad cultural, produciendo una cultura fuerte en la cohibición a este tipo de comportamientos. Mientras los ciudadanos brasileños no actúen, cotidianamente, en la búsqueda de cohibir ante sus pares actos ordinarios considerados como normales o de consecuencia minimizada, tales como el desvío de dinero en el condominio residencial o el estacionamiento en un puesto prohibido, no se habrán sentado las bases para el cambio cultural".

Poner en un pedestal a los paladines anticorrupción como Sérgio Moro o simplemente expresar nuestra frustración por escándalos políticos no es suficiente. Para lograr un cambio real, los ciudadanos de estos países latinoamericanos deben examinar sus propias vidas y ser responsables en su papel contra la corrupción.

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